“Por tanto, nosotros todos, mirando con el rostro descubierto y reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en su misma imagen, por la acción del Espíritu del Señor.”1
Curtis y Paul Jones escribieron cómo, en un día terriblemente frío en una ciudad occidental, un niño pequeño titiritaba sobre una parrilla de acero en la acera. Estaba muy mal vestido y, evidentemente, era un niño de la calle. Una transeúnte bien vestida notó al chaval y comenzó a hablar con él. Sintiendo su necesidad, ella le llevó a una tienda de ropa y le vistió completamente de forma adecuada para las condiciones meteorológicas—incluyendo gorro, bufanda y guantes.
Sorprendida la mujer respondió, “O no, soy solo una hija de Dios.”
A lo que el pequeño con una sonrisa respondió, “Yo sabía que eran parientes.”
Se sugiere la siguiente oración: “Dios mío, ayúdame a reflejar tu amor para que la belleza de Jesús se vea en mi—siempre y de todas formas. Gracias por escuchar y responder a mi oración. Con gratitud, en el nombre de Jesús, amén.”
1. 2 Corintios 3:18 (TLB).
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